Fue un caso por demás curioso que ocurrió el 4 de febrero de 1981 en el estadio Alejandro Villanueva de Lima, Perú, popularmente conocido como Matute.
A primera vista, se trataba de un simple amistoso entre el local y la Checoslovaquia que acababa de finalizar tercera en la Eurocopa 1980 desarrollada en Italia y que se encontraba en plena eliminatoria europea rumbo a la Copa del Mundo de España 1982 (clasificación que acabaría logrando).
Perú se encontraba preparando las eliminatorias sudamericanas también con destino a España. Los incaicos lucharían por el único cupo disponible ante Colombia y la poderosa escuadra uruguaya, que pocas semanas atrás había conquistado de forma brillante la Copa de Oro (Mundialito) en su país tras despachar de forma justiciera a Países Bajos (2-0), Italia (2-0) y Brasil (2-1).
Defendió a la celeste en el Mundial de Suiza de 1954 y en dos campeonatos sudamericanos. Figura de primer nivel de nuestro fútbol durante 15 años.
Un centre-half del viejo estilo con temperamento y técnica. Con un funcionamiento casi perfecto, lo cual le valió el apodo que lo acompañó toda la vida: “Martinica” en una deformación de “maquinita”.
Vivir en las cercanías del barrio “Las Acacias”, frente a la sede del Oriental, lo llevó a comenzar su carrera futbolística en ese club. Tras jugar en la “Extra” y la “Intermedia”, en 1949 lo compró Danubio en 200 pesos.
En el club de la Curva de Maroñas, lo recibió Hugo Bagnulo quien lo colocó como “back” izquierdo, haciendo pareja con Alejandro Morales, en un amistoso contra Basañez. Pasó la prueba y poco después, debutó oficialmente frente a Cerro.
Con solo 22 años de edad ya integraba la zaga titular de la franja, pero el destino le tenía marcado una nueva ubicación en la cancha. Tuvo que suplantar a un fenómeno como el “Pibe de Oro” Ernesto Lazzatti, cuando éste se retiró. Y… se convirtió en su mejor alumno. Desde aquel momento, jamás abandonó la posición de volante central, jugó al lado de “monstruos” como Romerito y “Cumba” Burgueño sin desentonar nunca.
Bagnulo le aconsejó que además de su natural juego estilizado, le agregara “pierna fuerte”. Esto cambió para bien su forma de jugar, sin dejar de tratar bien la pelota, adquirió presencia ganadora en el mediocampo, justamente donde debe imponerse “respeto”.
De cuna humilde, “Martinica” compartió -casi siempre- trabajo y fútbol en los tiempos que muy pocos profesionales ganaban lo suficiente para subsistir únicamente con el deporte. Se hizo un nombre sin rendirse y en una época en que, en el mismo puesto, abundaban los “cracks” de verdad como Obdulio Varela, Lorenzo Barreto, Omar Ferreira, el “barriga” Suárez, etc. Además, lidió con rivales de la talla del “Verdugo” Hohberg y “Pepe” Schiaffino.
En 1952, las destacadas actuaciones de Carballo despertaron el interés de Peñarol y Nacional para sumarlo a sus filas, finalmente y tras arduas negociaciones, los tricolores lo adquirieron en 47.129,50 pesos, transformándose en el “histórico” primer futbolista transferido por Danubio.
En el club de los “Céspedes”, jugó siete temporadas a gran nivel, ganando cuatro campeonatos uruguayos. Sus destacadas virtudes, también le permitieron defender a la selección uruguaya en los campeonatos sudamericanos de 1953 (Perú) y 1955 (Chile), además, fue mundialista en Suiza 1954, donde debió suplantar –nada menos- que al “negro jefe” Obdulio Varela en el denominado “partido del siglo” frente a los húngaros.
Agradecido de dos dirigentes, de su pasaje por Danubio a Hugo Forno (presidente histórico danubiano) y en Nacional para Santiago Brum Carbajal (presidente tricolor).
Futbolísticamente el reconocimiento para Lazzatti, Romerito, Burgueño, el “Manco” Castro, Ondino Viera y Héctor Scarone, quienes como compañeros o técnicos le ayudaron y enseñaron muchas cosas para moldear su carrera.
Casi desembarca en el club Sevilla de España, pero su pase se frustró a último momento. Cerrando su trayectoria jugó en Sud América y La Luz, para finalizar, aunque en la “Reserva” en Danubio con 34 años de edad.
Lamentablemente, Néstor Carballo falleció en un accidente de trabajo en la represa de “Salto Grande” en la década del ochenta.
Un grande que está en la historia de Danubio, Nacional y la selección uruguaya.
Entre el 16 de abril y el 6 de mayo de 1977, se disputó en Venezuela la octava edición del Sudamericano juvenil de selecciones que, por 5ª vez en el global y por 2ª ocasión consecutiva tras el título en Perú 1975, obtuvo Uruguay.
Las sedes fueron Caracas, Mérida y Valencia.
El combinado fue orientado tácticamente por el profesor Raúl Bentancor quien, de esta forma, iniciaba otro nuevo gran ciclo celeste en juveniles.
De cara a aquel torneo que por primera vez pasaba a ser Sub 20 ya que anteriormente se había disputado en formato Sub 19, Uruguay presentó una generación de brillantes futbolistas quienes, poco después, comenzarían a tener actividad en la mayor como Fernando Alvez, Hugo de León, Víctor Hugo Diogo, Ariel Krasouski, José Hermes Moreira, Ruben Paz, Venancio Ramos, Eliseo Rivero y Mario Saralegui, entre otros.
Entre 1923 y 1930, Uruguay fue, de forma indudable, el mejor seleccionado de fútbol del mundo. No solo por los títulos-tres campeonatos del mundo, tres Copas América, incontables copas menores como la Lipton y la Newton- sino por su innovador estilo de juego, su infalibilidad en los torneos oficiales, su invencibilidad en las finales y su condición de casi imbatible jugando en casa. A eso sumarle que en sus filas alistaron los mejores futbolistas del planeta de la época.
Porque que quede claro: no hubo en ese tiempo un arquero en el mundo como Andrés Mazali-más allá del promocionado Ricardo “Divino” Zamora, que también era un crack-, ni un back central y capitán parecido a José Nasazzi; un artista incomparable del balón como Ángel Romano; un peón de brega tan ganador como Pedro Cea; un goleador tan impactante y revolucionario como Pedro Petrone; un half back izquierdo como Álvaro Gestido y, sobre todo, ni un jugador que pudiera acercársele globalmente al mejor exponente futbolístico de entonces: Héctor Scarone. Pero no fueron los únicos; hubo más que brillaron y ayudaron a alcanzar la gloria máxima.