
La delegación de Uruguay campeón de la Copa América de 1920 retornó a Montevideo en el vapor de la carrera, siendo recibida por una gran cantidad de aficionados que conmemoraban el éxito obtenido. Algunos allegados al Club Nacional de Football contaron que Héctor Scarone, al ver las manifestaciones de júbilo que se tributó a los uruguayos campeones, se arrepintió de la decisión que adoptó renunciando a integrar la selección. Consagrado muy joven en 1917 en el Parque Pereira con la celestes, en Valparaíso hubiera agregado el segundo título de campeón de América, a los que luego sumaría los de 1923, 1924 y 1926.
La pluma magistral de Diego Lucero, quién escribió en serie la vida de Héctor Scarone en el vespertino uruguayo Acción en 1967, reflejó de forma notable este episodio.
“1920 inicia la década de las conquistas supremas de las máxima glorias del fútbol uruguayo a las que liga su nombre, en primera línea, y factor preponderante en ellas, Héctor Scarone. El acontecimiento de ese año, fue la disputa del Campeonato Sudamericano, primera vez, en la hermana tierra chilena. E ir a Chile era toda una aventura turística. En barco a Buenos Aires. En tren a Mendoza. Allí transbordo en el Trasandino, viaje de maravilla, entre los valles cordilleranos. Y después Santiago. La cordialidad chilena. Y de allí a Valparaíso. Y de allí a Viña del Mar donde se iba a jugar el campeonato… Héctor Scarone era ya una figura absolutamente imprescindible en el equipo Nacional de Uruguay. Además, en el extranjero era esperado con ansiedad. Porque su fama ya había ido lejos.
Pero esa ya es la fecha y ese es el punto cuando Héctor Scarone comienza a sentirse ‘divo’, y a ponerse caprichoso y difícil, y a crear pequeños problemas y a trastornar a cuantos tenían que tratar con él en estas cosas complicadas del fútbol, que eran las únicas preocupaciones en las que vivía envueltos. Porque Héctor no laburaba. Una vez lo quisieron emplear en el Banco de la República. Fue. Llegó hasta la puerta, vio a unos tipos con viseras verdes en la frente, metidos detrás de unas rejas y dijo:
‘Esto no es para mí’.
Y tuvo razón. Él estaba llamado a las tardes de gloria en los estadios, cuando el sol olímpico baña la frente de los héroes deportivos.
El sudamericano de Chile se jugó en setiembre. Héctor no fue. No quiso ir. Un conflicto sentimental chico para el ambiente, grande para él, de los muchos que desde entonces le crearon conflictos, lo obligó a renunciar al honor de ocupar su puesto en el equipo. Y aquí se quedó retenido por ‘un gran amor’ (de esos tuvo siete mil), porque era un enamorado platónico, de esos amores a primera vista moliendo sus nostalgias, porque en el fondo de su corazón hubiera querido estar junto a sus valientes y diestros compañeros, los invencibles celestes.
Cuando Uruguay quedó clasificado para la final con Chile, penúltimo con Brasil ganado por 6 a 0, y ocho días después, el 26 de setiembre, tenía que jugar el último partido con los dueños de casa, cuando Romano que estaba jugando de entreala derecho sufrió una lesión que lo dejó fuera del equipo, el presidente de la Asociación, el Dr. Juan Blengio Roca, le propuso a Héctor enviarlo a Chile para jugar el partido decisivo. Héctor hubiera querido… estuvo a punto de marchar… pero el conflicto sentimental había recrudecido. La cadena que lo sujetaba al pago parecía que se remachaba cada vez más fuerte. Y tuvo que desistir otra vez de vestir la celeste tras los Andes.
Josesito Pérez, el gran alero de Peñarol, fue improvisado entreala derecho el día del partido debut ante los argentinos, en el enfrentamiento que definiría el título. Empataron en un gol. En el cotejo siguiente en la victoria celestes 6:0 frente a Brasil, Josesito Pérez se despachó con un doblete de goles.
Llegó el último partido ante Chile. Día 3 de octubre de 1920. Estadio de Valparaíso en Viña de Mar. Tribunas repletas. Los celestes tenían que ganar para vestirse con el traje de la gloria. No quedaba otra. Los chilenos que perdieron ante Brasil y empataron con los argentinos, jugaron a morir incentivados por los porteños. Con ese resultado Uruguay y Argentina empataban en el primer lugar debiéndose jugar una final.
Cruzando la media hora Ángel Romano abrió el marcador. Los chilenos redoblaron el esfuerzo. Se lanzaron al ataque. Los backs orientales, Urdinarán y Foglino se revolvían como gato entre la leña. Alfredo Zibecchi el centrojás, no daba abasto en la mitad de la cancha. En el minuto sesenta y siete empatan los chilenos.
Debe decirse que el director técnico de Chile conocía al dedillo a los celestes. ¿Por qué? ¡Porque era uruguayo y había sido uno de los más grandes futbolistas que Wanderers le dio a la celeste! Se llamaba Juan Carlos Bertone. Tenía un físico de gigante, de los primeros capitanes de peso de los bohemios y la selección. En 1911 integrando una selección de Uruguay que se fue de gira por Brasil, asombró en San Pablo con su calidad y potencia. Le ofrecieron que se quedara en junto a su hermano, para enseñarles a jugar a los muchachos paulistas. Aceptó. Volvamos a nuestra historia.
Siete minutos después del empate de Chile ante Uruguay, Josesito Pérez, que ocupó el puesto que dejó vacante Scarone, marcó el segundo gol para los celestes. El de la victoria defendida a capa y espada. El gol del título. Uruguay campeón de América. El reemplazo no pudo haberlo cumplido con mayor honor”.
